Nadie lloró la muerte de mi padre, ni yo
En una época no muy lejana, mi padre fue un hombre que el sistema cataloga en estos días como exitoso promedio: trabajaba y ganaba bien, tan bien como para mantener a una familia de seis y además tener llena de verdes la billetera.
Fue serio, de voz gruesa y autoritaria, de sonrisas escasas. Barcelonista, machista y mujeriego, borracho también, pero buen padre.
Fue serio, de voz gruesa y autoritaria, de sonrisas escasas. Barcelonista, machista y mujeriego, borracho también, pero buen padre.
A sus cuatro hijos nos adoctrinó como en la milicia: tendíamos camas sin arrugas y comíamos con cubiertos hasta el huevo frito. Fue también como un robot: se levantaba, iba a trabajar muy temprano, volvía muy tarde y pasaba echado los domingos viendo TV y cortándose las uñas. Lo amaba como era, pero no tanto como para llorar su muerte.
En la última etapa de su vida, había mi padre cometido un error de esos que el sistema llama garrafales y debió esconderse en un remoto lugar de la costa de Perú, con la esperanza de que pase el temblor. Llegó por ese tiempo a un hotel abandonado frente al mar y pasó allí los peores días de su vida.
No había ya billetera llena, ni mujeres, ni hijos que mantener. Es decir, todo lo que era su vida se derrumbó de un momento a otro. La lucha diaria era, en cambio, poder comer algo. Fue mi padre, sin embargo, orgulloso y prepotente, así que ya se imaginan ustedes lo humillante que debieron ser aquellos días para él.
La vida en el mar le dio la oportunidad de notar con mayor claridad la brisa, el sonido de las olas, el olor salino... Él solo estaba acostumbrado a los sonidos de los pitos del tráfico y al fastidioso calor de Guayaquil, por lo que lo sorprendió un poco ese fenómeno natural, incluso llegó a agradarle.
Algunas veces llegaban al hotel abandonado turistas amantes de la naturaleza, de esos que el sistema conoce como locos. Él los recibía, cordial, porque estaba encargado del lugar, y con algunos llegó a entablar una amistad duradera.
Lo que no imagino mi padre es que un grupo de ellos lo mataría. Ni siquiera supo cuándo se gestó el crimen de ese ser que había sido durante un poco más de 40 años. Lo que sí sabe es cómo. Murió cuando, de diálogo en diálogo, le enseñaron los nuevos amigos que todo lo que le tocó vivir después de su error garrafal llegó porque él buscó que llegue y que debía ahora encontrar la manera de renacer, de replantearse.
Mi padre empezó entonces a ejercitarse. Se alimentó de plantas, pescados y nuevas doctrinas de vida. Y se prometió, una vez renacido no volver a sumergirse en el sistema, a cuyos miembros llama ahora 'los dormidos'.
El viejo, mi viejo, el nuevo, trabaja ahora en un proyecto ecológico que incluye construcciones con bambú y aldeas turísticas para ayudar al despertar de la mente. Lee sobre metafísica, ama la naturaleza, profesa simplicidad... su muerte no es noticia. Su nueva vida, sí.
Ahora me pide que olvide todo lo que me enseñó y me plantea empezar de nuevo bajo una vida en la que funja de cocreadora de mi realidad: medita, respira, vive y sonríe, repite. Suelta. Implora.
Amo a mi viejo, el nuevo.
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Magnífico artículo, Blanki. Emocionante. Un saludo. : )
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ResponderEliminarExcelente
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