La increíble historia de Huevitoepiola



Eran como ocho. El cuchicheo empezó en la tarde, cuando Carlos ya sabía que por ser el mayor del grupo sería el primero en comerse esa presa. Llegó a lavarse las miserias a la casa antes del encuentro. Jabón y agua primero; colonia y algo de lujuria después.
Su hermano menor veía la jugada. Llevarlo al matadero sería un regalo, pensó; después de todo, ya estaba en edad de conocer los placeres de la carne. Explicándole cuidadosamente los planes, hizo que se aliste y partieron.
El hueco destinado para la faena era un viejo taller. Los pelados habían adecuado para la ocasión un espacio minúsculo que tenía una cortina como puerta. Adentro ya estaba Martha. Carlos solo sabía de ella que para entregarse, su pregunta no era en dónde sino cuántos iban.
-Que el virgen entre primero, sentenció la hembra.
Carlos, que encabezaba la fila, se desinfló. Una de las razones por las que había aceptado era precisamente la de inaugurar la noche y ahora, por hacerse el buen hermano, se había tirado la soga al cuello. El ñañito buscaba su mirada aprobatoria.
-Ya pues, anda, lanzó resignado.
El otro saltó como saltan los niños cuando tienen un juguete nuevo. Entró. Minutos van, minutos vienen. El antes niño salió triunfante.
-Te toca.
Al entrar, Carlos notó con horror que no había rastros de aseo previo. Allí estaba la muchacha, otra vez con la ropa interior puesta, con cara de coqueta y pose de hambrienta. Ella no cobraba por las jornadas, solo las disfrutaba. Esa era su fama.
Se acercó lentamente, tocó por aquí y por allá, pero cuando llegó allí dio un paso hacia atrás, como un poseído que tiene contacto con agua bendita. Se miró la mano. Era semen. Semen de su hermano menor.
Pancho murió en ese instante.
Martha sonrió.
-¿Qué pasa, guapo?
Carlos estaba pálido y Pancho seguía muerto. No había palabras que puedan justificar su caída y si las había, eran demasiado vergonzosas.
-No te preocupes, sino puedes ahora será para otro día, lo consoló la brinquilla.
Salió con el difunto entre las piernas y de inmediato se oyeron carcajadas. El gajo en fila había escuchado la conversación atrás de la cortina.
-¡Ha sido huevitoepiola! ¡jajajajaja!
Las burlas de esa noche llegaron como rumores al colegio y le valieron ese incómodo apodo: Huevitoepiola. Quedó traumado sexualmente, al punto de no ver íntimamente a nadie hasta después de meses, cuando otra loca lo violó, pero eso… eso es otra historia.


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