Mala cita

Él sugiere moverse del parque a comprar unas cervezas, en bus. Ella, que acaba de llegar a la cita, finge no escuchar. Llama un taxi, se sube y lo invita. 
Al llegar, abre la cartera y paga. “Te toca la cerveza, tranquilo”. Mulata, caliente y divertida; pero sobre todo experta en citas. Sabe que esa fue la primera señal de la catástrofe.
Le pela los dientes en clara muestra de que esta noche puede llevarla al cielo; pero ya en la tienda, él elige la cerveza más barata. Segunda señal de la catástrofe. Ella se desinfla.
Aventurero y cara dura, propone lo obvio, lo tradicional, lo cliché. Ir “a un lugar más privado”. Ella acepta, pese a todo. 
Una de esas carrozas romantiquísimas y nada elegantes asoma en la escena. Él hace una señal, tiene el sixpack recién comprado en la otra mano. Tercera señal de la catástrofe.
Esta vez suspira. Está a punto de decirle que ahí no más, que vaya a querer subir a una tricimoto a la más vieja de su casa, que ella es demasiado fina para poner el rabo en una de esas.
Pero calla, porque cuando una tiene sed, “aquella sed, la que el agua no cura”, como dice Drexler, una tiene que hacerse la gil. 
Su prospecto de príncipe azul sonríe aliviado y ordena al chofer: “Gire a la derecha, largo dos cuadras, derecha otra vez y entre”. CUARTA SEÑAL DE LA CATÁSTROFE (sí, lo estoy gritando).
El motel, ¡Dios!, eso no puede llamarse motel. Digamos, el cuchitril. Un hueco para fines estrictamente sexuales. ¿Han ido a ‘La 18’, amigos? Ya. 
Cuartitos pequeñitos, con ventilador, camas con colchones forrados de cuero malgastado, sábanas ásperas como lija y una baño que hacía preferir una bacinilla. Ocho latas la hora.
Ella traga saliva y entra. Intenta acomodarse por allí, con la duda de que en la sábana aún haya semen de alguien más.  Por supuesto, decide quedarse con sed. Una princesa puede besar a un sapo, pero no a un malparío tacaño. Se sabe. Siempre diva, nunca indiva.
Después de la excusa, tuvo que salir caminando, pero eso es otra historia.

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