La conquista

La Laica tiene una calle larga, más larga que la clase de Relaciones Públicas de la que Pablo acaba de escaparse. Carga cinco dólares en el bolsillo y un bolso tejido cruzado entre el hombro y la cintura. 

“Hola”, interrumpe la caminata ella, que también estaba de salida. “¿Te escapas?”, pregunta él. “Vamos al Play Land Park”, propone. Y Pablo piensa que se le hizo, que al final de la jornada, aunque tenga que pagar los gastos de ambos, como en todas las salidas, tal vez esta vez sí pueda besar a la chica que le encanta. 

Cruzan la calle y llegan. El canguil recién preparado arropa sus narices. Luces de colores, vendedores ambulantes y boletería a la vista. A un costado, esa enorme máquina que hace girar los asientos en 360 grados en su eje.

Ella sonríe. Mucha gente grita histérica en el juego, que tres minutos después se detiene. Es su turno. Pablo traga saliva. “¿Nervioso?”, se burla ella. “¿Qué eres loca?”, desafía él. 

Arrancan. En la primera vuelta, a él le tiemblan las piernas y siente cómo el cerebro se desprende de su lugar. En la segunda, quiere llorar. Ella no deja de carcajearse. En realidad ama estas bobadas. Pablo no. 

Siempre les tuvo terror. Un poco de vómito en su garganta quiere decirle al mundo que odia los juegos mecánicos. Se lo traga.

La tercera vuelta es lo más cercano que ha experimentado de la muerte. Piensa en su madre. Ya casi no escucha la risa de la chica y todo alrededor está nublado y difuso. De lejos escucha sonidos de monedas cayendo. Diablos. Los cinco dólares. 

La máquina ha parado y Pablo parece un muerto fresco. “¡Fue increíble! ¿Estás bien?”, pregunta ella mientras bajan. Él miente: “Bien”. Busca con la mirada un tacho de basura, lo encuentra a unos pasos y se entierra allí, a terminar de vomitar.

Con el dinero perdido, tiene que inventar un robo para que su viejo le pague el taxi a él y a la chica, pero eso es otra historia. Ah, y sí, amigos, no hubo beso.


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