Día de la Madre y mis demonios

Tengo frente a mí la herida sangrante que nunca pude sanar y que huele a descompuesto después de tantos años. Ya no es mi herida. La arranqué de mi alma cuando decidí dejar en el pasado todos los momentos que nos convirtieron en enemigas. Esta vez la veo de lejos.
Quiero obligarme a acostumbrarme a tu genio cambiante y tus rencores zombis y asesinos, a tu papel de víctima, a tu juicio implacable en el que juras que soy el lado oscuro de la historia.
Disfrazo mi consternación de insensibilidad y nado en contra, siempre. A veces con indiferencia, a veces con tedio. Siempre con rabia.
Otro segundo domingo de mayo llega a las puertas y vos y yo seguimos iguales. Ya no sabemos ni disimular. 
Me cansé de asentar la cabeza para darte la razón de que es cierto que nunca te quise. Y veo a esa yo que te deseó la muerte hace no mucho, mirándonos muerta de risa desde atrás. "No ha muerto", me dice. "Es tu karma", me dice. Yo lloro. No porque la herida sangrante duela, sino porque no puedo estar un día más en el papel en el que me obligas a vivir. Nadie puede vivir tanto tiempo con el corazón lleno de odio. Y esa yo que te deseó la muerte se acerca, me toca el hombro y me dice que así, como todo está ahora, es lo mejor, que si jugamos a que nos hemos perdonado irremediablemente morirá una de las dos. De rabia. De indignación de la falacia.
Y yo, ya en confianza, le pregunto por qué fue tan vil para desearte la muerte sabiendo que eres nuestra madre. Y ella, fría, me dice que por tu bien. Que necesitas descansar de todos los infiernos que inventaste en tu contra, esos infiernos que ahora te queman el alma de forma irremediable.
Es extraño ver cómo todos aman a su madres en el Día de la Madre. Me siento ajena a esa celebración y reprocho el que nos hayamos arrebatado el amor hasta convertirlo en cenizas.
Otra vez, como a los 15, sollozo por no entender cómo la vida puede ser tan jodidamente confusa, dolorosa e incompleta.

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