Las cervezas de la refri

La cerveza de una de las botellas recién fiadas cae en el vaso inclinado que ella sostiene. Sabe servirla como una experta.
En un portarretrato de la sala están ella y su marido, el taxista, que lleva varios días ausente después de una de las rutinarias riñas a las que toda la vecindad está acostumbrada.

Geovanny, que vive a la vuelta y pasaba por casualidad por aquí solo hace unos minutos, agarra el vaso extendido y se lo manda adentro, como poseído. 

Ella no deja que la tercera cerveza servida se acabe. Lo lleva a su habitación y le pide hacerla feliz. Él lo hace.

El colchón está puesto sobre una base de las baratas. Geovanny ha caído rendido de amor tres horas después, en boxer. Una puerta suena. Son las cuatro de la mañana.

“¡Mi marido!”. Ella agarra la ropa de Geovanny y lo arrastra, sonámbulo aún, al dormitorio de su hija. “Métete debajo de la cama y quédate allí, si está borracho, se va a dormir pronto. Ya vengo”.

El gordo taxista entra llorando a la casa, abre la nevera y ve las bielas fiadas. Camina a la habitación de su hija, abre la puerta para sentarse a un lado y decirle que la ama. 

Geovanny tiembla debajo de la cama, semivestido. Unas llaves suenan en el piso y caen a la altura de sus ojos claros. Las empuja. 

El gordo las agarra sin notarlo y sale. Diez minutos después, Geovanny escapa por la puerta de la cocina y termina de vestirse en el portal. “¿Qué hace allí, vecino?”, pregunta el gordo, que decidió tomar aire fresco con la cerveza en mano.

Geovanny traga saliva mientras se termina de amarrar los zapatos. “Llegando de una fiesta. ¿Y usted?”. “Aquí, creyendo que mi mujer me engaña. Acabo de encontrar una jaba en la refri. Venga tómese una y le cuento”.

Geovanny pasa, con el miedo en la garganta como un puño. El gordo extiende una silla. 
Ese día Geovanny ganó un amigo. Antes de irse, le prometió que si veía en algo a la mujer se lo contaría.

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