La licencia
El flaco está sentado al lado de su padre en el auto. El viejo, de cejas fruncidas y voz de jefe de base militar, reprende con un sermón por las dos ocasiones anteriores en las que hizo este viaje a la prueba de la licencia de conducir.
Le dice que ojalá esta vez no olvide que el paso cebra solo se pisa con los pies, que los pares se respetan y canta, con ese tono implacable, una lista de otras muchas obviedades que le enseñan a uno en el curso de conducción.
El flaco dice que sí, que lo promete, que esta vez no va a meter la pata. Llegan.
El primer golpe lo da el hombre que recibe a los aspirantes. “Así no entra”, señala la bermuda. El flaco se desinlfa. Faltan quince minutos para el examen y el padre tiene los ojos rojos de la rabia.
El flaco de verdad necesita la licencia. El padre alcanza a ver a un tipo de esos que ganan plata por hacer más fácil el trámite y deja el coraje para después. “Necesito que me alquiles tu pantalón”, le propone, y le estira $ 10.
El flaco solo sigue las pautas, como un robot. Hacen el cambio de ropa en un local de por allí. El pantalón le queda algo grande. Lo sostiene con la mano para que no se caiga. Ya es su turno.
Entra al auto. Le sudan las manos. “Ya hiciste esto dos veces”, se recuerda. Piensa en su padre, en lo enojado que está porque olvidó vestirse de forma apropiada, en la decepción que resultaría que, por tercera vez, repruebe el examen. Arranca.
Respeta las reglas. Tiene especial cuidado en los pasos cebras y los pares. Estos son los cinco minutos más largos de su vida. El instructor habla al fin. “Está bien”.
Sale del examen como niño de la escuela, con la porción sobrante de pantalón en un puño. “Papá, pasé”, dice orgulloso. El viejo lo mira con algo de lástima. “Claro que pasaste… Sesenta dólares les di para que esta vez no te reprueben”.
El flaco hoy respeta los pasos cebras y los pares, pese a todo.
Comentarios
Publicar un comentario